“Mi corazón está borracho de felicidad”

Para Marcelo, la noche del retiro fue la película con la que siempre soñó.

»»» Por Gabriel Rosenbaun

“Hace dos horas que mi corazón está borracho de felicidad, inundado de felicidad”. La medianoche se ha escurrido. Marcelo tiene el torso desnudo, el pelo mojado, una mirada brillante que sale de la profundidad de sus pómulos, y su enorme corazón al descubierto.

Está sentado en el vestuario. Acaba de bañarse, salpicando a su hermano Mario, apoyado sobre el tabique divisorio de la ducha, vestido con bermudas azules y una remera negra.

“A la tarde Mario me dijo: ‘¿Viste? Llegamos juntos y nos vamos juntos’. Y tiene razón. Creo que nunca voy a terminar de agradecerle, porque llegué al club por él”, apuntará después.

“Estoy muy agradecido, muy orgulloso. Disfrutándolo”. Lo disfruta de veras, aunque falten apenas minutos para que salga del vestuario por última vez en su carrera deportiva.

Cuatro mil cordobeses tienen aún la garganta anudada, por ese momento a la vez sublime y doloroso; ese instante en el cual ató los cordones de una zapatilla con los de la otra, para dejarlas colgadas del aro para siempre. Por esa súplica, ese nooooo de un pueblo que quisiera que “el Marcelo” siguiera aquí por siempre.

“Soñé ese momento, ahí arriba del aro, muchas noches. Me hubiera gustado hacerlo de sorpresa, que la gente no lo supiera. Hoy sentía que era algo triste que no teníamos que vivir en esta noche de gloria. Pero me estaba dando el gusto de mi vida. Que el público me lo perdone”, admite, casi que implora.

Quedan pocas personas en el vestuario, cuando su amigo “Coco” Bello guarda sus zapatillas y la pelota del juego –que atesoró como siempre- dentro del bolso. No guarda la camiseta número 9, porque le regaló una a “Pocho” Cerutti (el padre del “Palo”) y otra a “Quico” Pistelli, su amigo desde la infancia.

La puerta de metal, pintada de rojo, se abre por última vez. Marcelo cruza el umbral que divide en dos su vida.

Saluda, como cada noche, a cientos de hinchas y a los amigos de siempre. Se sube a la camioneta en la que lo esperan sus compañeros, con los que recorrerá el centro, porque quieren ver el maravilloso espectáculo de la gente. La gente que se ha apropiado de las calles, como en las grandes gestas populares, para festejar, para sentirse a contramano de tanta bronca, de tanto sufrimiento argentino.

Se sentará a comer junto a su esposa y algunos amigos recién a la madrugada. Casi a las 4 de la mañana tomará un vaso con fernet y gaseosa, y prenderá un habano. Fluirán sus palabras, las de un corazón borracho de felicidad, como dice.

“Esto fue perfecto. Como una película. Lo que más me emocionó fue la gente cantando ‘Marcelo no se va’. Es lo que quiero, quedar para siempre en los corazones de la gente”, dice.

Cuenta que por la tarde, el plantel se juntó en el club para ir al estadio, y que allí lo abrazó su hermano Mario, señalándole su primera cancha, el primer aro donde tiraron. Y cuenta que, instintivamente, dio dos vueltas olímpicas él solo, en aquella cancha del club de sus amores. Dice que tal vez se equivoca, pero que deja el básquetbol porque su padre, su amado papá, le dijo siempre que uno debía retirarse a tiempo. Y que creía que este era el momento. Que todo lo había superado, porque de chico no sabía ni siquiera si llegaría a jugar en la primera de Hernando.

Que él había puesto ganas, pero que siempre, absolutamente, había estado bien rodeado, bien aconsejado, por sus padres, por sus amigos, por sus compañeros.

Que lo más importante que deja es lo que no se ve: lo que le aportó a esos mismos amigos y compañeros.

Que la selección argentina fue lo máximo (“Más que Atenas, mirá lo que te digo”).

Que su mejor momento fue en el McDonald’s Championship, “porque fuimos de Barrio Bustos a París, ¿entendés?”.

Que se arrepentía de no haberse animado a invitar “al Pichi” Campana para ver su último partido. “Porque ‘el Pichi’ fue el ídolo más grande que tuve. Porqué me ponía la piel de gallina de verlo jugar”.

Y, además, que León Najnudel le dijo hace años: “Yo creé la Liga y vos sos la imagen”.

¿Hace falta contar algo más?

Por Gabriel Rosenbaun